La empatía se refiere a aquellas situaciones en las que el estado en el que se encuentran los demás genera reacciones emocionales congruentes, incluso similares, en nosotros mismos. El tema de la empatía ha despertado mucho interés entre los psicólogos, ya que dicho proceso permite entender cómo se encuentran los demás y actuar en consecuencia.
El proceso psicológico de la empatía incluye tres cualidades que la identifican y que es preciso tener en cuenta a la hora de entender este fenómeno. En primer lugar, la capacidad para comprender a los demás y ponerse en el lugar del otro. Por otro lado, ser capaz de reproducir un estado afectivo que sintonice con el que sienten y, finalmente, ejecutar las conductas apropiadas que es preciso llevar a cabo para solucionar el problema de la otra persona.
Respecto a la capacidad para comprender a los demás, es crucial poder tomar perspectiva acerca del otro, que supone una habilidad en la que se dan numerosas diferencias individuales. Así, aún cuando la reacción afectiva pueda establecerse con una mediación cognitiva poco desarrollada, la experiencia empática centrada en el otro requiere de un desarrollo evolutivo que permite un procesamiento cognitivo en el que se deben tener en cuente al menos los siguientes elementos:
- Reconocer la existencia de realidades separadas de otras personas.
- Necesidad de tomar el punto de vista del otro para poder evaluar la realidad apropiadamente.
- Tener las habilidades y recursos necesarios para llevar a cabo este proceso.
- Realizar las conductas coherentes con dicho análisis
Por lo que respecta a la reacción emocional, la empatía se distingue de la simpatía en el hecho de que se generan afectos congruentes, con los de los demás, incluso cualitativamente similares, mientras que la simpatía genera un estado emocional no necesariamente idéntico al de la otra persona y que surge por compasión o interés por el otro. En este sentido es crucial para entender la empatía el contagio emocional que se produce. Igualmente es relevante la asunción del rol afectivo del otro, es decir, la cualidad para sentir como si fuéramos la otra persona en su situación.
La empatía, a su vez, favorece los comportamientos congruentes con la misma, que suelen relacionarse positivamente con las conductas de ayuda y negativamente con la agresividad. De hecho, es una de las mayores carencias de los delincuentes, tanto violentos como de cuello blanco.
En el caso de la delincuencia violenta se hace especialmente trágico el hecho de que el ostensible daño que se está produciendo a otras personas no induzca reacción alguna de apaciguamiento, lo que manifiesta en ese caso tanto ausencia de empatía, como presencia de rasgos psicopatológicos. En cualquier caso, una de las características definitorias de la mayoría de procedimientos de adiestramiento en habilidades prosociales es la adquisición de empatía, tanto en la vertiente cognitiva, como emocional y, por supuesto, en los comportamientos o habilidades conductuales asociadas. Así pues, una vez que se ha desarrollado la capacidad para empatizar, ésta será una de las variables principales que favorezcan la conducta prosocial e inhiban las reacciones agresivas, interaccionando de esta manera con el resto de factores situacionales y cognitivos implicados.
Normalmente, la intensidad de la reacción de empatía depende de la magnitud y gravedad del malestar de los demás. Por su parte, la diferencia entre sentir malestar y empatía radica principalmente en la capacidad para tomar perspectiva del otro, más que en la intensidad del afecto, o reactividad emocional del espectador. Se trata de una capacidad en la que se demuestran evidentes diferencias individuales y de la que no existen muchos trabajos experimentales, especialmente en lo que hace referencia a la relación entre magnitud del malestar e intensidad de la reacción empática. A su vez, la empatía favorece la realización de conductas de ayuda, tanto como una forma de reducir el malestar generado, como por el placer que se obtiene al ayudar a otras personas que entendemos cómo se encuentran. Se trata, de nuevo de conductas de ayuda reforzadas negativamente en el caso de que se pretenda la reducción del propio malestar, como por reforzamiento positivo, si lo que se busca activamente es ayudar a los demás con nuestras acciones.
Algunos autores, como Bateson, distinguen entre empatía centrada en el otro y empatía centrada en uno mismo, para distinguir dos reacciones diferentes que se producen cuando somos conscientes de una situación en la que se requiere prestar ayuda. En el caso de la empatía centrada en los demás, uno es capaz de sufrir con el que sufre y alegrarse con el que está contento, al tiempo que comprende su situación. La conducta de ayuda estaría, entonces motivada a reducir el malestar de la otra persona. Por otra parte, la empatía centrada en sí mismo favorecería la conducta de ayuda porque así se reduce el malestar propio producido por la situación deplorable en la que se encuentran los otros. Una serie de factores tales como quién es el receptor de ayuda, así como circunstancias situacionales y personales de quien auxilia, son las que determinarán que aparezca un tipo de empatía u otra que, en cualquier caso, inducirá una conducta que posteriormente se mantendrá por las contingencias de reforzamiento positivo o negativo.
En cuanto a la capacidad de los seres humanos para manifestar empatía, si bien no puede decirse que esté determinada biológicamente, sí que es cierto que tenemos en potencia la capacidad para desarrollarla si se producen las condiciones apropiadas y se adiestra lo suficiente. Lo que parece claro es que tiene un inherente valor de supervivencia y es la base para la génesis de emociones moralmente benignas. Un de las evidencias que constatan el carácter evolutivo y adaptativo de la empatía es la facilidad para manifestar y reconocer las emociones, principalmente en lo que hace referencia a la expresión facial, mediante la que podemos comunicar, reconocer e inducir reacciones afectivas similares en los demás, que son algunos de los aspectos principales de la empatía.
El contexto social en el que transcurre nuestra existencia facilita la aparición de estas emociones, principalmente por su utilidad y por el hecho de que, a pesar de que no exista un determinismo biológico, existen condiciones que lo posibilitan. No obstante, la experiencia socio – emocional es un factor clave para facilitar la empatía, al favorecer tanto la comprensión de las claves emocionales, como la adquisición de roles, o la ampliación de la gama de estímulos evocadores de las reacciones afectivas.
Determinados motivos sociales como la afiliación o el de poder tienen efectos diversos sobre la conducta prosocial y probablemente ello sea debido, al menos en parte, al efecto que tienen sobre la capacidad de empatizar. Además, es probable que la necesidad de afiliación favorezca tanto el conocimiento del estado de ánimo de otras personas, como la capacidad para compartir sus emociones, mientras que la necesidad de poder hace incompatible participar del estado afectivo de aquellas personas con las que se establece una relación de dominación. De hecho, en este caso se pierde la capacidad de entender y atender a las emociones de otras personas, o a sus necesidades, si ello contraviene los propios intereses de dominio sobre los demás.